Se cumplen cuatro años de los trágicos acontecimientos de la llamada “noche de Iguala”, cuando 43 jóvenes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, fueron secuestrados, asesinados e incinerados por policías municipales de Iguala y Cocula, con el beneplácito y complicidad de las autoridades locales, en el marco de una brutal lucha por el control territorial de la zona de dos cárteles de la droga, los Guerreros Unidos y Los Rojos, cada uno de ellos con sus respectivas complicidades políticas.
Desde el inicio de las protestas y manifestaciones se acuñaron dos frases que han sido distintivas del movimiento de padres de familia y normalistas que exigen justicia: ¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos! Y ¡Fue el Estado!
En el comentario de hoy me quiero referir a la última expresión: ¡Fue el Estado! Algunas de las definiciones más aceptadas nos dice que Estado es la suma organizada de todos sus elementos: población, territorio, poder, gobierno y derecho. Si muchos insisten en decir que es el Estado el culpable de lo que les pasó a los estudiantes de Ayotzinapa, pues repartamos culpas.
Es la población, somos los ciudadanos los culpables porque no hemos aprendido a convivir y respetar las leyes porque siempre buscamos cómo evadir y justificar el no cumplimiento de nuestras responsabilidades y estamos con el machete desenfundado para exigir que se nos cumplan nuestros derechos. Ciudadanos que preferimos la práctica corrupta de la mordida antes que aceptar nuestras infracciones y pagar por ellas. Ciudadanos que como carroñeros saqueamos y robamos tráileres que se voltean en nuestras carreteras o bandalizamos comercios ante el menor rumor y provocación. Es culpable la población que consume las series con narco historias, que hace sus ídolos a los criminales, que entona sus corridos y canta sus tropelías. Somos cómplices de los narcotraficantes y de los criminales.
El territorio es culpable (partiendo del supuesto que es parte del Estado), quizá por tener una tierra bendita donde se puede sembrar la droga, florece y su fruto es presa de la delincuencia. ¿Qué otra culpa le podemos echar al territorio? Pero como es parte del Estado hay que incriminarlo.
El poder, ese que envilece a quien lo tiene o destruye a quien lo rechaza. Ese poder que es capaz de robar conciencias, ese poder que nos hace presas del influyentismo, la corrupción y la impunidad. Ese poder que en vez de ser utilizado para la búsqueda del bien y de la justicia se utiliza para saciar el apetito de riquezas y bienes a costa de los demás. El poder que embrutece, esclaviza, corrompe, desfigura y envilece.
El gobierno, que nosotros hemos elegido mediante nuestro sufragio. Esos gobiernos municipales en Iguala y Cocula estaban coludidos y al servicio de bandas criminales. Esos gobiernos que fueron infiltrados por los grupos rivales de Guerreros Unidos y Los Rojos. Un gobierno estatal que era indiferente, omiso, incapaz ante lo que pasaba en su llamada “zona caliente”, quizá por impotencia o quizá por complicidad. Y un gobierno federal que en campaña presumió de poder terminar con la violencia y los criminales, y que lo único que hizo fue sacar de la agenda nacional el problema, sin dar solución y con la catastrófica consecuencia. Los gobiernos emanados de todos los partidos e ideologías, pues ninguno se salva.
El estado de derecho, que se nos ha ido escapando de las manos y que hemos vulnerado. Su debilitamiento ha dañado gravemente el tejido social y ha herido de muerte a nuestras familias. Hoy más que nunca los mexicanos vivimos temerosos, inciertos de qué puede pasar con nuestras personas, familias, bienes. Somos presas del miedo, el terror y el pánico.
Si sumamos las culpas y asumimos nuestras responsabilidades, entonces sí, les doy la razón: ¡Fue el Estado!
Pero no quiero dejar pasar la responsabilidad de las normales rurales que se han visto involucradas. Los papás mandan a los hijos a esos lugares pues sus condiciones de pobreza no les permiten para más pero lo hacen con la esperanza de que así sean instruidos y se forjen un futuro, no los mandan a que aprendan a secuestrar autobuses o que aprendan a realizar marchas y protestas bandalizando y robando, menos los mandan a que aprendan a crear bombas molotov o cualquier otro artefacto para dañar, lastimar o incluso matar. ¿Y qué están haciendo esas normales rurales?, ¿Quiénes las manejan y en búsqueda de qué beneficios? Está documentado y certificado en las investigaciones que la normal de Ayotzinapa estaba infiltrada por el crimen organizado.
A cuatro años de distancia de la desaparición de los estudiantes, si de algo nos sirve su memoria, si en algo valoramos sus vidas y sacrificio, debe ser para buscar un país donde todos podamos vivir en paz, en la justicia, en el respeto a las leyes y con la regla de oro que desde niños aprendimos: trata a los demás como quieras que te traten a ti, no hagas a otros lo que no quieras para ti.
Por: César Jiménez Martínez